11 Marzo 2004. “A los muertos, a los heridos, a los que pudimos ser también muertos, que pudimos serlo todos, que pudimos ser todos, en El Pozo del Tío Raimundo, en Santa Eugenia, en Atocha, y en cualquier sito del mundo donde la guerra y odio nos llevan".
Nos tenías a todos, sanguijuela helada
en la riada de la tarde oscurecida.
Estábamos solos,
pegados hombro con hombro entre nosotros,
pero aún, con la sangre dentro de las venas,
nuestra roja y viva señal de independencia
Nos tenías solos
con la voz balbuceando
canciones interiores para desterrar el odio
o gritando paz contra el goma-200 de tu sarna.
Sanguijuela pétrea
Nos tenias solos sin armas ni metralla.
Nos tenías mirándonos los unos a los otros
con los ojos que buscaban
vencer nuestra angustia acumulada.
Sanguijuela de holocaustos,
alimentada en dinamita y sangre salpicadas,
nos tenías a todos con la mirada de unos ojos
que se abrazaban
en las retinas de los otros
así, completamente humanos,
en esta tarde oscurecida de marzo.
Juntos en el magma que se hace cauce entre palmas y entre lágrimas.
Nos tenías ayer a todos juntos,
“clandestina sanguijuela”
con las manos que tanto se apretaban
y se daban,
sólo,
el calor incruento entre sus yemas
Nuestros pies, al unísono, daban sus pisadas de rabia en las aceras,
y en la tierra asfaltada de negro,
la presión sonora del silencio
y dejaba el surco lleno en su hendidura
de semillas blancas
o de un color inexplorado de esperanza.
Sollozos también de millones de almas doloridas
por los muertos que están
más cerca de nosotros
que los credos de las almas,
que las etnias de las razas,
que el odio de venganzas
que las fronteras de las guerras
fabricadas en la historia albergada de muertos por salvarlas.
Porque ellos han muerto en los trenes cotidianos,
caminando en una vida
como las nuestras,
como la mía,
en el tren del pan y de los besos,
en el tren del ahorro para inmigrar al hijo
del lugar del retorno imposible
porque les mataste ayer entre hierros,
en la explosión irremediable,
en el tren que le esperaba su trabajo,
o la mujer o el hombre en sus abrazos,
o la madre y el padre en su regazo.
La noche de antes se dijeron “adios” o “hasta mañana”.
En la mañana se dijeron “hasta la tarde”
La mañana se abrazó directamente con la muerte
y se dijeron para siempre, “hasta nunca”
Nos tenías a todos juntos
como riada hacia el mar de nuestros más elementales sueños hacia abajo en las ramblas del río desbordado,
pero también repletos
de vísceras vivas y ateridas,
miembros ayer de un solo cuerpo,
gotas de agua que hacen la marea interminable
y que, con su incesante y persistente ruido,
reclama,
implora,
exige
que la vida es nuestra
y que, aunque efímera,
es más vida
que la insaciable sed
de dinamitarla entre chatarra
en aquel mortuorio tren
que, inconsciente, les llevaba
a todos nos llevaba,
hacia un cielo vacío para siempre de cariños,
a un lugar
sin vernos los ojos
sin sonreírnos los labios
sin, simplemente, saludarnos.
Nos tenías solos para matarnos a todos.
Tenías miles para saciarte feliz en tus orgías de sangre efervescente
en el festín de tus brebajes y de muerte.
Si es cuestión de número nos tenias por millones.
¡Sanguijuela de mal!.
¡Escurridiza gangrena!
¿Por qué no nos mataste en la tarde?
Somos los mismos y más,
que, tantas veces, gritamos “libertad”,
tantas otras “democracia” y ahora,
simplemente tenemos que afirmar y defender con la vida
que la vida es
el único andén y la posible vía
de un inacabable feliz tren de cercanías.