domingo, octubre 16, 2005
érase una vez en el bosque de Irati
La historia que hay a continuación la escribió Marta. Ups!!! Y no le he dicho que la publicaba... Pero no creo que le importe, no creo que le importe que compartamos un fin de semana "genial" con todo el mundo. La historia viene a raiz de un fin de semana que pasamos en Irati hará tres semanas, más o menos. Era una Kedada Itakeña y Miguel Ángel, Esther y Yo era la primera vez que acudiamos a una. Lo haciamos porque habíamos quedado con Berta, Manu, Marian y Iosune. Era la excusa perfecta para volver a vernos después de nuestro viaje a Perú.

Leerla, os deleitará. Seguro...

érase una vez en el bosque de Irati

Érase una vez que una maga -habitante de esas tierras norteñas donde unos seres arrojados, de rojo cuello, corren delante de cuadrúpedos cornudos- acordó con su ayudante de brujerías, la perra Pizka, convocar a los bosques y las selvas de Irati a unos cuantos vecinos norteños, que respondían al nombre de itakeños del Norte o del Septentrión. También extendió su llamada a todos los del clan que quisiesen sumarse. Y como el Norte es relativo dependiendo de donde te halles, unos cuantos de otro norte (el que cae por encima de Toledo), o que habían perdido aquél, se pusieron en camino hacia Mendilatz, cueva situada en Orbaitzeta, allá tocando con tierras gabachas, donde Berta la maga había decidido darlos cobijo.

Para allá partieron en viernes de procesión (siempre es así en este Norte de más abajo), Pilar "la montañera aventajada", Edu "el orientaciones" y Marta "la atemorizada por la que se le venía encima de caminatas". Tras unos pocos despistes, todos originados porque las dos brujas no hacían caso nunca a la primera de la orientación del fauno Edu (de ahí "el orientaciones"), hasta que por fin accedían a sus sabios consejos, llegaron a la cueva donde ya gran parte de los convocados habían tomado refugio.

A pesar de que se creían los últimos, no era así, pues había otras moradoras del mismo Norte, éstas totalmente desnortadas, que para alcanzar Navarra habían recorrido previamente toda la geografía central, septentrional y casi polar ártica de la península. Y aun así no eran las únicas, porque los propios vecinos del lugar, aquellos que llegaban desde las tierras del Bilbo, muy cercanas a la cueva, habían estado dando vueltas y revueltas por el sendero llamado PA-20, camino de perdición, para llegar poco antes que los más alejados.

Una vez reunidos todos, o casi todos, pues todavía habrían de sumarse más convocados, comenzó un rito que estos seres tienen por costumbre celebrar siempre que se reúnen, y a veces sin reunirse, y algunos a todas horas: zampar, o comer, o llenarse la andorga. Esto lo hacen casi siempre alrededor de un largo tablero por el que van apareciendo y desapareciendo viandas y caldos de todo género.

Tras esta celebración, parece ser que de vida, unas convocadas decidieron llevar a cabo otra ceremonia común y comunitaria, consistente en calentarse el gaznate con lo que llaman "licores variados", líquidos de todos los colores y aromas que calientan los cuerpos y sueltan la lengua. Mientras tanto, gran parte de los celebrantes decidieron adentrarse en la espesura nocturna, no sabemos con qué fin, tal vez encontrar las anjanas-ijanas-lamias nemorosas.

De suerte que cuando Marta "la durmiente" rozaba ya las tinieblas de otro mundo de otro mundo, escuchó voces provenientes de algún lugar lejano: exactamente el piso de abajo. Rauda cual centella deslumbrada, saltó del lecho liliputiense y de un vuelo se allegó a la puerta de la cueva: allí estaba Marian, la gurú, que cual mihura espoleado y acicateado, embestía al amo de llaves de la morada: "¡coño, nos han dejado en la puta calle¡" Y es que no sabían los intendentes de aquel lugar que a estos itakeños les gusta caminar en la oscuridad intentando cazar gamusinos (o bares abiertos).

Cuando llegó la mañana, los convocados volvieron a agruparse en torno al tablero para dar cuenta otra vez de la materia nutriente que tanto les vivifica. Aparecieron entonces más de los "llamados", esta vez originarios del Este del Norte (o tierras de Catalunya): Esther, Carlos y Miguel Ángel. Parece ser que habían sido reclutados por la maga Berta en una de sus largas correrías, pues hay que decir que otro rito al que acostumbran estos seres es el de recorrer mundos, a diestro y siniestro, de acá para allá, y cuantos más mejor. Estos "invitados" debieron de llegar cuando ya ni las estrellas lucían, y sólo se supo de su presencia por los sonidos guturales que por la noche emitían, en cantos polifónicos y acompasados, haciendo vibrar la covacha.

Deciden pues los convocados salir a patear los bosques, los montes, los caminos, las pistas y los senderos. Marta "la acojonada" se une a un pequeño grupo, capitaneado por Amaia "la escaladora", la cual improvisa una variante del recorrido inicialmente previsto de 17- 20 kilómetros ("que esto no es ná" decían algunos). Emprenden la ascensión del monte Mendilatz. Esta vez la que emitía sonidos de ultratumba y agonizantes era la que suscribe, que a los últimos metros de ascensión estuvo a punto de llamar al Samur por ver si le donaban unas cuantas botellas de oxígeno y unos pulmones de repuesto.

Corona la expedición la cima con éxito, y una vez en lo alto, se les puede ver inmersos en un curioso juego, incomprensible para el que los observe: recorren la cima de un lado para otro, ahora pa'llá, ahora pa'cá, ahora pa'la derecha, ahora pa'la izquierda, hago círculos, ando y desando. Todo este ir y venir pudiera hacer entrever que se han perdido, y que el asunto podría ser llamado "problema" pues el sol radiante se ha transformado en niebla y nebulosa, nube que cubre la montaña. Simplemente juegan los bichuelos: a ver quién encuentra más hitos (unas rayicas de colorines que hay por todos los lados). Una vez saciadas sus ansias de jugueteo, emprenden el descenso para ir al encuentro del resto de itakeños, que han jamakukeado ya, y todos juntos, felices por el esfuerzo, se congregan en otra sede esencial de rituales: eso que llaman restaurante o casa de comidas.

Y se produce entonces un momento tenso: los amos de este lugar no se esperan la aparición de veintitantos niños y niñas, con los estómagos aullantes. Falta la reconfirmación de la confirmación del preaviso. ¡Uf¡ "Que nos preparen unos huevos con papas y ya está". Por fin, gracias a la elocuencia de la maga y sus magueznas, todo se soluciona. Y allí se disponen todos los tragones, a los que se unen... ¿más?, sí, todavía arriban más: Mariaje e Iratxe, dos faunillas iniciáticas, suaves y silenciosas, procedentes de tierras alavesas.

Dos tableros alargados se llenan de piezas, y vuelta a empezar: a trapiñar y menear el gaznate. Tras lo cual, y a causa de los líquidos de colores, o no, entonan cánticos tribales y mueven la lengua y la boca rápidamente, sin cesar, en un afán incombustible de matar al silencio.

Y ya salen todos del lugar, y las nubes se tornan negras, y a pesar de ello, muchos deciden seguir boteando los hayedos. Pero otros tantos, necesitados de energía, huyen a la cueva con las bocas bostezantes y los párpados caídos: van a rogar al mundo de los ensueños que les dé fuerzas para la noche. Es otro de los ritos de estas gentes: se llama "siesta" y sienta de puta madre.

La lluvia ha comenzado a caer, y el frío o frescuni del Norte también se presenta. Eso no es obstáculo para que el grupo haga corro frente a una fuente de imágenes, que refleja reflejos de lejanas tierras. Marta "la pachorrona", tras un ligero ensueño de dos horas, sólo puede asistir a unas fascinantes visiones de tierras islandesas, desérticas y azules, capturadas por Pilar "la cazadora de paisajes".

Y para no cansar, no seguiremos con la narración de otra vez el llantar. Sólo mencionaremos que los últimos "llamados" han hecho su aparición: Jesús Fulanito, también "cazador de momentos", acompañado de una itakeña de melena rubia, Kristina donostiarra, y un setolari de nombre Javier, algo asustado por la dimensión del encuentro, pero que poco a poco traba confianza y conversación.

Sin miedo al relente de la noche, vuelven a convocarse alrededor de los elixires, y ahora invocan y evocan los lugares por los que han discurrido y trasegado. Todos parecen tener un culo inquieto y afán descubridor. No se prolonga mucho la velada, pues el amo de la cueva impone sus disposiciones. Sólo unos cuantos se adentran en la oscuridad, vuelta a la caza del "bar-abierto", espécimen raro en estas espesuras.

Y el último día de celebración selvática llega. Y esta vez, todos unidos, en fila de a dos, de a tres o de a muchos, bordean el embalse de Irabia, camino de 10 km, que recorren a buen paso, bajo las hayas amarillentas y el cielo grisáceo. Y el mismo cielo comienza a derramarse: la lluvia vuelve a volver y los habitantes fugaces del bosque se cubren las cabezas y alientan el paso. Por turnos van llegando al hamaiketako compartido: vinos y cervezas, aceitunas y cortezas, chorizos, quesos y fuets, jamones y patés; y el dúo Pizka-Uma haciendo gracietas para el regocijo de la cuadrilla.

Dejan hueco en sus entrañas, pues llega el momento culmen de celebración: los ¿27? congregados se apiñan y arrejuntan para la Gran Pitanza. Tiene lugar en una gruta especialmente escogida por la Maga: restaurante Alaitze, en Hiriberri. Y allí llegan al éxtasis ante la presencia del revuelto de setas, el pastel ¿de cabracho?, los solomillos, chuletones, confits de pato, chuletillas de cordero, y más y más y más, hasta la delicia de lo que ellos llaman "postres caseros" que es como una puntilla de placer: tartas de queso, de cuajada, de hojaldre con crema... um, um, um, se les oye proferir, y se tornan de color rosado y brillante, y los estómagos se les hinchan de satisfacción.

Los habitantes de las tierras del norte más sureño, y los del más esteño, tienen largo camino que recorrer. Así que, con gestos apenados aunque sonrientes, besan y abrazan a sus congéneres, y ponen pies en polvorosa y en el acelerador de sus vehículos, con destino a sus moradas.

Pilar "la pilotari" transporta a Edu "el balmasedano" y a Marta "la cosladeña" con gran destreza y paciencia, pues a veces está a punto de cortarse de cuajo la cabeza y tirarla por la ventana para alimento de las alimañas.

Exhaustos, doloridos y somnolientos, pero más felices que unas pascuas, se separan sabiendo que, seguramente, en menos que canta el gallo, volverán a ser convocados y llamados al ritual.

Y..... FIN